miércoles, mayo 02, 2007

ENTREVISTA INÉDITA AL POETA PERUANO JOSÉ WATANABE EL GUARDIÁN DEL HIELO (Revista Libros del Mercurio del 29-04-2007)




Con la muerte de Watanabe desaparece un autor fundamental de la generación a la que también pertenecen Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza. Su padre japonés y la añorada infancia en una hacienda azucarera marcaron su obra literaria, enraizada en la poesía de César Vallejo.

Por: BENJAMÍN LABATUT
"Nací en el norte del Perú, a quinientos kilómetros de Lima, en una hacienda azucarera con nombre del Lejano Oeste: Laredo. Era uno de los grandes enclaves azucareros del país, cerca de Trujillo. Ahí llegó mi padre como inmigrante japonés, conoció a mi madre y empezamos a nacer los once hijos. Yo fui el quinto".


En la medianoche del miércoles 25 de abril, el poeta peruano José Watanabe murió de cáncer a la garganta, a los 61 años de edad. Autor de La piedra alada, Álbum de familia, Historia Natural y la antología El Guardián del Hielo, Watanabe fue parte fundamental de la generación de poetas peruanos que incluye a Antonio Cisneros, Abelardo Sánchez León y Rodolfo Hinostroza. En su poesía cultivó un estilo directo, cargado de nostalgia, cuyas raíces se encuentran en su afinidad con Vallejo y en una biografía marcada por su doble herencia japonesa y serrana. En esta entrevista inédita, el poeta repasa su vida y obra.

- Tu padre tuvo una gran influencia en tu vida. ¿Cómo lo recuerdas?

- Mi padre llegó a Perú de forma aventurera. Imagínate, un japonés en una hacienda azucarera. Tenía otras costumbres. Para empezar, no era expansivo. En ese sentido respondía al estereotipo del japonés; él nunca me acarició, ni a mí ni a mis hermanos, aunque nos quería incondicionalmente. Nunca nos reprimió, simplemente nos enseñó que hay un cierto sentido de pudor, hasta de elegancia si quieres, en no ser demasiado aspaventoso. Además de eso, tenía comportamientos extraños: iba al campo y recogía piedras y maderas erosionadas por el río. Mis propios amigos le traían alguna cosa bonita que encontraban tirada en el campo y se la vendían. Mi padre pasaba por tonto porque se las compraba. Ahora entiendo que encontraba la belleza y la recogía, pero en ese momento yo me avergonzaba. Pero también tenía un espíritu muy poco japonés, en el sentido de que era un inútil para los negocios.

- ¿Y qué aprendiste de tu madre?

- Ella era una mujer muy estoica, también refrenada, con un carácter serrano. Yo le admiraba mucho ese ánimo. Cuando yo era pequeño padecimos muchas carencias económicas, y mi madre llevó adelante la casa con mucha dignidad. No era muy culta en el sentido educacional, pero terminó siendo una depositaria de sabiduría popular. Hay una de sus frases típicas que metí en un poema: cuando uno venía a quejarse con ella, te decía: "Tienes que aprender que la olla de barro en el fuego se hace más dura". Su apellido es Varas, muy chileno además.

- ¿Cómo recuerdas tu infancia?

- Yo fui muy feliz en Laredo, al margen de la modestia con que vivíamos. Tenía el campo, mi casa tenía como patio el campo mismo. No había peligro, ni riesgos. Creo que siempre escribo por nostalgia. Siempre estoy añorando mi infancia, el pueblo que quedó atrás, como Vallejo, que le escribía poemas a su madre estando en París.

- Pero luego tu padre se ganó la lotería...

- Mi padre fue a la capital del departamento, a Trujillo, un niño le vendió un billete de lotería, y se sacó el premio mayor. Yo tenía 12 años. Me acuerdo que ese día llegó y nos reunió, alrededor de la mesa iluminada por una lámpara de queroseno, y nos dijo: 'Vamos a irnos a vivir a la capital'. Cuando le preguntamos por qué, nos dijo que nos habíamos sacado la lotería. Era mucho dinero, como medio millón de dólares, pero él lo dijo así, como si estuviera anunciando algo común y corriente. Cuando llegamos a mi casa nueva, lo que más me impresionó fueron los artefactos. Una licuadora, cocina eléctrica, horno a gas, radio, todo era un poco extraño, tanto artefacto.

- ¿Cómo empezó tu vocación de poeta?

- Yo me encerraba en el corral de Laredo a modelar figuras de barro, con arcilla que recogía del río. Mi padre me traducía haikus ahí, en el gallinero. Pero yo empecé a sentir cierta vocación más consciente cuando murió mi padre, de cáncer al estómago. Yo tenía 17 años. Al mes siguiente mi primera enamorada tuvo una trombosis coronaria y falleció. Creo que ahí apareció la vocación de escribir.

- ¿Qué otras cosas fueron "endureciendo el barro"?

- El país mismo. El Perú es un lugar difícil, contradictorio. Yo creo que todo arte - creo que lo dijo Camus- es aquel que expresa la realidad y al mismo tiempo la rechaza. No puede haber un arte de aceptación. Yo creo que mi propio país estimula mi poesía. He estado afuera un montón de veces, pero no puedo dejarlo. Es extraño, porque no tengo un amor ideal hacia el país, sino que extraño sus contradicciones. Otra de las cosas complicadas es que soy noctámbulo. Eso ha afectado mucho mi estilo de vida. Yo siempre quise tener un amigo que esté despierto a las 3 de la mañana para llamarlo. Los que están deprimidos me llaman porque saben que soy el único despierto. De niño sentía una especie de desolación cuando me despertaba a las 3 de la mañana y empezaba a escuchar todos los ruidos de la fábrica: los trenes que salen a las cuatro de la mañana, los obreros que se lavan la boca en la calle. En la secundaria muchas veces ocupaba el primer lugar en el colegio porque como no tenía qué hacer de noche, estudiaba, leía.

- ¿Has dejado de escribir en algún minuto?

- Nunca he renunciado a la escritura, pero dejé de publicar 18 años después de mi primer libro, con el que gané el concurso "Joven Poeta del Perú". Luego vino El huso de la palabra. Hasta ahora siento un remanente de pudor si alguien me presenta como poeta. Cuando escribo poemas soy muy exigente. Corrijo incesantemente, aunque sea una o dos palabras. Esas palabras tienen que estar afiladas, estilísticamente bien puestas sin que se pierda el ímpetu inicial.


- ¿Qué importancia tiene el refrenamiento en tu poesía?

- En nuestra cultura occidental nos angustia el caos, nos angustia el absurdo. Tomar distancia nos angustia. Ver cómo el mundo fluye con sus contradicciones, y asumirlo así, con una mirada de alguna manera distanciada. Creo que ordenar el caos es un trabajo de lucidez. Y eso es lo único que nos justifica como seres humanos. No podemos solazarnos en el caos. El caos destruye. Ordenar el caos es una forma de supervivencia, es buscar sentido.

ANTOLOGIA en:

No hay comentarios.: